Confirmando
mis ínfimas expectativas respecto a la fiesta, me hallaba sentada
con toda esperanza de bailar perdida, revisando los pliegues de mi
falda. Fue una suave voz la me hizo mirar la mano que él me tendía.
Su invitación a bailar me dejó no menos que anonadada; sin embargo,
nada comparado con el hechizo de su mirada, la luz de un faro que me
guió entre la niebla.
Bailamos
hasta bien entrada la noche al son del aleteo que invadía mi
vientre, mariposas danzarinas que arbitraban el golpeteo de mi
corazón desbocado. Me sentí bella, deseada, plena; irreal a la par
que auténtica, omnipotente.
La
imagen de cenicienta desfiló por los bordes de mi mente, augurándome
de manera inconsciente el que sería un trágico final para mi velada
de ensueño. Nada detuvo el engranaje del tiempo, ni el pesar que
atenaza mi pecho al rememorar su rostro, su piel, los fluidos
movimientos del compañero de baile que, por caprichoso destino, tras
esa noche veraniega jamás volví a ver.
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